Lucas: ocho años viviendo en una alcantarilla
Vive como los muertos: bajo tierra. Allí ha tenido amantes, ha pasado borracheras y ha sobrevivido a la heroína. Por primera vez cuenta su historia.
Lucas: ocho años viviendo en una alcantarilla
Por www.kienyke.com
–Voy a arreglar la sala, espérese un momento –dice Lucas desde el interior de la alcantarilla.
–Un momento, todavía no –dice mientras levanta tapetes y botellas.
–Vea monita, no baje, me da pena –habla mirando un revuelto de tablas desordenadas.
Pasan cinco minutos.
–Está bien, ya puede bajar, pero pilas se cae al charco…. Tengo goteras.
Los transeúntes miran cómo desaparece el cuerpo de una mujer en un hueco de alcantarilla en la calle 26 con carrera 7, en Bogotá. Los carros disminuyen la velocidad. Los pasajeros de los buses observan por las ventanas y una señora aprovecha el cambio de luz del semáforo para cruzar la calle.
–Sálgase, niña, no sea que una rata la muerda.
–Tranquila, viejita, que yo la cuido. La voz de Lucas viene del subsuelo.
–Quién está ahí –pregunta la desconocida.
–Fresca, cucha, que esta es mi casa.
La señora mueve la cabeza, frunce las cejas. –Las cosas que se ven hoy en día –dice, y se marcha sin dejar de mover la cabeza.
–Bienvenida a mi búnker –dice Lucas y suelta una carcajada que deja al descubierto unas encías sin dientes.
El búnker tiene algo que no tienen las calles bogotanas, hace calor. Es un espacio apenas más grande que un baño, o más parece una tumba doble. Tiene una altura de 1.20 m. mide un poco más de dos metros de largo y uno de ancho. Es un cuarto sin salidas, sin laberintos, sólo un cuarto lleno de cables y varillas metálicas.
Huele a humedad. Por las paredes se filtra agua. El dueño aclara que no hay mal olor. Es cierto. Con una vela ilumina las paredes para mostrar que no tienen hongos. Luego detiene la luz en un espacio donde empiezan a germinar unas manchas negras y aclara que cuando se forman esas manchas, debe limpiar. Lo hace cada 15 días con una mezcla de nitrato de plata y otros químicos. El compuesto quema las manos, pero así como quema la piel también mata los hongos, espanta las ratas, ahuyenta las cucarachas y es un repelente para moscos y zancudos.
Fue andariego hasta que encontró un hogar bajo las calles bogotanas. Hace ocho años se estableció en esa cueva urbana donde no paga arriendo ni servicios. Allí ha tenido amantes, ha pasado borracheras y resacas. En la época de drogadicción, ese espacio era cómplice de los pinchazos con heroína.
Nació en Armenia hace 58 años y se llamaba Darío Acosta hasta que en la calle heredó el nombre de su mejor amigo: Lucas. Él dice que en toda familia siempre hay un juicioso, un rico y un vago: Dario era el vago.
Estudió la primaria a regañadientes. Sus hermanas soñaban con tener una familia, ser profesionales o tener un negocio para mantenerse. Él no deseaba nada. Ya había aprendido lo más importante: leer, escribir y sumar. Siempre sumar porque restar es sinónimo de perder y eso no le interesaba.
A los doce años se “mamó” como él dice, de la cantaleta de la familia, le pedían que estudiara, que hiciera algo con su vida, que si quería ser presidente o ministro tenía que ser juicioso. Un día salió con los oídos aturdidos de tanto consejo y recorrió las calles del barrio. Sus pies lo llevaron a otros barrios y así, paso a paso, se vio en otras ciudades.
Aprendió a mendigar comida para sobrevivir. Luego aprendió a fumar bazuco para no comer. Y siempre andaba para adelante, o eso pensaba él. Llegó a Cúcuta y allí se hizo ayudante de un comerciante. Cuando tenía 13 años se enamoró de una niña de su misma edad. La veía pasar por las mañanas con el uniforme y el pelo húmedo y regresar en la tarde con la maleta en el hombro y el rostro empapado de sudor. La niña no le prestaba atención. Ella era la dama y él el vagabundo. Tenía que dejar de serlo para llamar la atención de la señorita.
Durante un mes ahorró el dinero y pagó un mes en el colegio donde estudiaba la niña. Después limpió su rostro y cepilló su pelo hasta verse en el espejo como la versión más odiosa de la tierra. Era el niño que toda su familia deseaba ver. “Todo sea por esa mujer”, se decía frente al espejo.
La personalidad callejera y desafiante envuelta en una cara de niño bueno enamoraron a la jovencita. Primero él la invitaba a la casa, luego le daba besitos y finalmente la llevó a la cama. Habiendo consumado el acto en varias ocasiones, se cansó de la niña que ya no era tan niña y la abandonó al igual que la escuela.
Cruzó la frontera y se fue a vivir un tiempo a Caracas. Durmió en las bancas de los parques, se alimentó con la basura de las canecas venezolanas, conoció las residencias y pernoctó al lado de prostitutas. A los 18 años recogió sus pasos y regresó a Armenia como el hijo pródigo.
En un principio le sucedió lo de Ulises en ‘La Odisea’, la familia no lo reconoció. Olía a calle y el rostro de niño fugitivo de hace seis años le dio paso a una barba negra que le cubría los labios.
La madre y las tres hermanas lloraron. El padre no. Como una muestra de afecto lo alimentaron hasta reponerlo de las aflicciones de la calle. Dos meses después la madre le repitió las mismas frases que lo espantaron: Hay que trabajar, si quiere ser ministro o presidente tiene que ser juicioso, la pereza es la madre de todos los vicios, etc. El hombre alistó una maleta y abandonó por segunda vez el hogar. No fue una sorpresa para nadie. Todos sabían que era un adiós.
Sus pasos lo llevaron al sur. Aprendió a elaborar artesanías con alambre, piedras y latón. En las plazas de los pueblos vendía accesorios y luego empezó a vender droga. Las artesanías no le producían dinero, la mayoría de las piezas las regalaba a las mujeres que le parecían atractivas, pero era una buena fachada para ocultar el verdadero negocio. Los regalos artesanales funcionaron y logró conquistar mujeres que querían tener una aventura con un aventurero. De esos idilios nacieron dos hijos que él abandonó por su vida vagabunda.
En esa época comenzó su vida como cavernícola. Vivió por seis meses en una cueva en San Agustín y aprendió de los extranjeros a hablar inglés. Luego estuvo en Cauca y Nariño buscando como refugio la naturaleza. Pasados los 30 años decidió conocer la capital. En los pueblos decían que en Bogotá nadie se moría de hambre, que había dinero para todos. Con ese pensamiento tomó un bus.
Conoció el Cartucho y allí se quedó durante varios años con los desahuciados de la sociedad. Entes que vivían por la droga y sentían por la droga. Veía niños sumergidos en el vicio del bóxer, mujeres que vendían su cuerpo varias veces al día a cambio de papeletas de bazuco. Muertos por sobredosis. Se dio cuenta de que estaba cayendo en un limbo y pensó que tenía dos alternativas, o morir o marcharse. Se decidió por la primera.
Compró una dosis letal de heroína. Se sentó en un andén de la calle 19 con carrera 4 para preparar el suicidio. Buscó una vena que no estuviera necrosada por el exceso de pinchazos y se inyectó la dosis. La calle se volvió oscura. Cayó en el suelo y empezó a convulsionar. Estuvo en el umbral de la muerte pero encontró la puerta cerrada. Tuvo que regresar.
No sabe cuántos días pasaron desde la fallida muerte. Al abrir los ojos estaba en una cama del Hospital de la Hortúa. Volvió a la vida sin recuerdos. Tuvo amnesia por dos años. El inconsciente lo volvió a llevar al Cartucho.
Una camioneta cruzó en medio de los habitantes de la calle que se corrían para no ser atropellados. Se detuvo frente a uno y por la ventana salió un arma. Estallaron varios disparos. Cayó un hombre envuelto en harapos. Era un muerto más en medio de ese sector donde el hilo entre la vida y la muerte se cruzaba todos los días. Ese cadáver despertó a Darío o Lucas de la amnesia y ese mismo día huyó, no sabía hacia dónde, pero huyó para no volver.
Centenares de personas pasaron por su vida. Tocó la piel de varias mujeres y se drogó y emborrachó con compañeros de la calle, pero nunca había tenido un amigo. El día que abandonó el Cartucho conoció la verdadera amistad en los ojos de un perro tan callejero como él. Lo llamó Lucas. Empezaron a caminar juntos buscando una casa y sin un peso en el bolsillo. Amo y mascota vivieron bajo los puentes, en los parques y parqueaderos, pero el invierno bogotano los espantaba.
Tenían que encontrar un espacio caliente y a Darío se le ocurrió que las alcantarillas eran un buen lugar para la gente que no tiene dinero.
Como un arrendatario en busca de casa, visitó varias alcantarillas hasta encontrar la apropiada. Algunas estaban llenas de ratas, cucarachas o agua. Finalmente encontró la que se acomodaba a sus exigencias: caliente y libre de insectos.
En las canecas halló una base de madera que colocó en el suelo como aislante del agua subterránea. Sobre la base puso un tapete azul y decoró con afiches de viejos conciertos que encontraba abandonados. El perro Lucas lo acompañaba en la decoración del nuevo hogar hasta una mañana en la que un carro lo atropelló y solo se alcanzó a escuchar un gemido y un golpe seco. Perros mueren todos los días y las personas que vieron solo sintieron asco. El conductor se bajó para verificar si el carro tenía alguna abolladura y al percatarse de que así era, maldijo al perro y aceleró. Darío corrió la tapa de la alcantarilla para salir y vio a su mejor amigo inmóvil en el pavimento.
De la mascota heredó el nombre. Renunció a ser Darío Acosta, solo Lucas, sin apellido, sin pasado, sin familia. La pena moral lo encaminó de nuevo a la droga. Volvió a consumir bazuco y a inyectarse heroína. Lo hacía solo. Quería alejarse de la humanidad para no querer a nadie.
Por una grieta de la alcantarilla se filtra un tenue rayo de luz y unas gotas que caen en el tapete azul. Lucas tantea el suelo para buscar un encendedor y prende una vela. Se recuesta en el suelo. No hay posibilidad de estar en pie.
Sobre una varilla de hierro está colocado un papá Noel de plástico vestido de blanco.
–Este es mi santo –dice, y besa al muñeco gordo y bonachón con un oso en la mano.
–Es papá Noel –intervengo.
–No. Es un santo, él es el que me cuida la casa cuando yo no estoy aunque a veces se descacha y lo encuentro nadando.
Cuando inició la construcción de la calle 26, los obreros que no sabían que la alcantarilla era una vivienda levantaban la tapa y botaban las aguas negras adentro. Cuando llegaba Lucas, encontraba el mobiliario nadando junto a papá Noel.
No podía alegar. Estaba viviendo ilegalmente bajo el suelo bogotano. La única solución era extender las mantas y tapetes en el andén y esperar a que se secaran. Los vecinos de los locales sintieron compasión al ver al hombre con sus mantas escurriendo agua y desde ese día le dieron comida. Lucas come de lunes a viernes gracias a los restaurantes aledaños. Los fines de semana, días en que la mayoría de los restaurantes están cerrados, se la rebusca en los negocios del centro o distrae el hambre con aperitivos de aguardiente que valen 2.000 pesos.
Caminando por la calle, bebe el trago a sorbos largos. Saluda a los compañeros de calle. Brinda con ellos de lejos. No quiere volver a tener un amigo.
–Mona, ¿usted es feliz? –pregunta
–Sí, creo.
–Yo sí…Soy lo que soy y mañana no sé si estaré. Vuelve a tomar un sorbo. Brinda por él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario